Vista desde lejos, la ciudad aparece como un ser antagonista de la naturaleza, una costra de aspecto mineral que la aparta o la consume. Ante los fenómenos urbanos lo natural se interrumpe o se destruye progresivamente. Artificio y naturaleza se contraponen hasta el punto de que se podrían definir como opuestos uno del otro: Lo natural es lo que no es artificial y lo artificial, es decir, lo urbano, como lo que no es natural. La muralla medieval que encerraba una villa o la cerca que rodea una casa de campo, dejan clara la tendencia a crear un territorio de lo artificial. Lo natural aparece como una intemperie de la que cabe igualmente abrigarse, quien sabe si frente a otros seres humanos o como una barrera compartida con el grupo del que se forma parte.
La evolución humana ha sido una ardua conquista de lo artificial, su apetencia ha sido una constante en cualquier raza y cultura, y a cualquier escala. El homínido integrado en lo natural y que formaba parte del paisaje natural sin alterarlo, ese ser se extinguió, como los muchos intentos que no han prosperado. Al ser humano no le basta con guarecerse de la lluvia bajo un árbol o trepar a las ramas para evitar el peligro, sino que lo tala y desgaja en tablas para construir una cabaña. Solo quienes transformaron su vida y su entorno en artificial.
A partir de cierta densidad de población lo artificial resulta tan razonable como inevitable. Concentrar miles de personas en un estrecho margen de territorio, separados de sus fuentes de abastecimiento y obligados a mantener unas condiciones higiénicas rigurosas, solo es posible sostenerlo de manera artificiosa. Sin embargo, las fuentes de alimentación o de suministros y los sistemas depurativos descansan en procesos biológicos debidamente manipulados, transformados, domesticados o preservados. Lo urbano se sostiene sobre procesos naturales, por mucho que el ser humano se quiera alejar de ellos. Resulta irracional pensar que la solución a los problemas de las urbes sea desparramarlas por el territorio, porque no se lograría otro efecto que extender lo artificial, con la consiguiente destrucción de sus valores naturales.
La humanidad ha desplegado diversas formas de colonizar con lo artificial lo natural. Las antiguas murallas que delimitaban y defendían las ciudades han sido sustituidas por otro tipo de límites que no entorpezcan las comunicaciones. Los procesos de urbanización imponen, con mayor eficacia que las murallas si cabe, la irreversible ocupación del territorio. La red de caminos, esas líneas desprovistas de lo natural y que tienen en el asfalto su más eficaz aliado, son la señal que identifica y soporta los fenómenos urbanos, que actúa como una gran barrera horizontal entre lo natural y lo artificial. En el territorio, lo urbano extiende caminos que infiltran progresivamente lo artificial en lo natural hasta anularlo. Es la antigua “Marca”, una frontera difusa formada por una franja de territorio entre dos límites, que de manera gradual aproxima o aleja dos extremos contrarios.
Lo urbano es lo que nos aleja de lo natural. La ciudad ausente de naturaleza permanece inalterable a los cambios estacionales y alejada de otras especies animales o vegetales. La pérdida de lo natural es una consecuencia a controlar y revertir para mejorar la habitabilidad en los entornos urbanos. La incorporación de la naturaleza en la ciudad precisa siempre de un respaldo educativo, pues su presencia está condicionada por un evidente factor cultural, que acompaña inevitablemente cualquier intervención.
Un nuevo entorno de habitabilidad
Chiclana y San Fernando han pasado de estar separados por la marisma a estar unidos por la marisma. Se ha creado un cordón umbilical que conecta ambas poblaciones a través de un espacio natural. Se parte de lo urbano para regresar a lo urbano, pero para ello se ha de atravesar, y permanecer, en lo natural, pues la distancia entre ambos es más que suficiente para que el recorrido se transforme en una experiencia.
El espacio natural queda a disposición de la ciudad como contrapunto y complemento de lo urbano. La ciudad precisa de lugares de desahogo donde distanciarse de los espacios encerrados, con calles y plazas envueltas en arquitecturas. Una de las principales carencias de la vida urbana es la ausencia de horizonte. Los parques urbanos han sido siempre el alivio que necesitan las personas para evitar sentirse encerrados en el interior de las ciudades.
La ciudad contemporánea necesita revisar su calidad de vida como consecuencia de cómo ha sido planificada. Una de las principales patologías del urbanismo contemporáneo ha sido la implantación de edificaciones sin disponer alrededor espacios públicos agradables, pues la habitabilidad en las viviendas está muy condicionada por las características del entorno en que se inserta.
Durante los meses de confinamiento sanitario del año 2020 quedó en evidencia la pérdida de calidad de vida que conlleva la imposibilidad de acceder al espacio público. La idea de habitabilidad excede al uso estricto de la vivienda y se complementa con lo que sucede a su alrededor. La “Máquina de habitar” que proponían los pioneros de la arquitectura contemporánea estaba asociada a barrios donde la convivencia con espacios públicos de calidad y con lo natural estaba muy presente. Gran número de viviendas de nuestras ciudades carecen de entonos adecuados para satisfacer la habitabilidad necesaria para permanecer en ellas, un ámbito que compromete al concepto de barrio.
La antropización se ha vuelto un fenómeno universal y cualquier paraje, por alejado que se encuentre, queda definido con relación a lo artificial. Incluso los entornos de mayor valor natural y menos alterados se denominan “Reservas”, como si preservarlos de la arrolladora intrusión de lo artificial fuera el mayor de los artificios. Sin embargo, hasta hace poco más de un siglo la situación era la inversa, y lo urbano aparecía como una excepción ante lo natural.
Asumida que la capacidad transformadora del ser humano llega a todas partes, queda bajo nuestra responsabilidad la habitabilidad que estemos dispuestos a conceder a las personas, y a todas las demás especies. No cabe otra solución que declarar la paz entre ambos mundos y unificarlos en un paisaje compatible. El único Antropoceno posible es el que tiene la naturaleza como aliada y en convivencia con el resto de las especies. En el nuevo Antropoceno lo natural y lo artificial queden al albur de nuestra voluntad. Es decir, nuestra mirada sobre los lugares es capaz de imponer lo que han de ser.
Esto resulta evidente en las marismas de San Fernando y Chiclana, que durante siglos fueron manipuladas para utilizarse como esteros de lasfábricas de sal, cercos de pesca, enclaves militares, terrenos de cultivo, etc., que lo convirtieron en un paisaje profundamente artificial. Sin embargo, la manera en que actualmente se ha decidido interpretar lo han reconvertido en un lugar de interés medioambiental. Los esteros, sin cambiar su materialidad, se han transformado ahora en un parque natural. Se trata de una naturaleza distinta a la original, puesto que ya hubo pasado por nuestras manos, una naturaleza de ida y vuelta.
La naturaleza a la que regresamos surge como un relato sobrepuesto a la novela de la historia. Consigue que la trama dé un vuelco y se resuelvan las incógnitas a favor del protagonista, que somos todos. Lo decisivo es construir la actitud del contemplador, quien es capaz de imponer al paisaje una nueva definición, y así el lugar se construye a medida de quien lo habita. Esta estrategia tiene relación con las ideas del artista Marcel Duchamp y sus “objet trouvé”, objetos encontrados, quien incorpora una definición de arte en que la actitud del espectador es capaz de interpretar cualquier objeto como si fueran obras de arte, si se crean las condiciones para predisponer su forma de contemplar. En este caso, se pretende condicionar al ciudadano para que pueda interpretar el lugar como un espacio natural de gran valor, y al mismo
tiempo dejar constancia de la historia del territorio en que ambas ciudades se integran. La revisión del palimpsesto del territorio arrastra consigo una nueva lectura de su patrimonio cultural, que deja a la vista nuevos aspectos de su propia identidad.
Si educar la mirada es el objetivo cultural de la intervención, la consecuencia directa es la transformación del propio lugar cuando se observa con otros ojos. La intención no está demasiado alejada del principio de incertidumbre de Heisenberg cuando señala que la propia contemplación distorsiona, en nuestro caso da forma, al fenómeno observado. Por ello, el verdadero objetivo a conformar es la actitud del espectador cuando observa. Para lograrlo, el camino ha de funcionar como un verdadero maestro y la marisma como un aula. En el Antropoceno la convivencia con la naturaleza ha de tener siempre un carácter educador.
Adecuar el recorrido para este propósito no es tarea fácil. El axioma hipocrático “Primum non nocere”, -lo primero es no hacer más daño-, obliga a intervenir con el mínimo impacto paisajístico para preservar las vivencias que se desean encontrar. El proyecto se debate en un estrecho margen, entre el respeto imprescindible para no alterar los valores que se pretenden destacar, y la intervención necesaria para mostrar con claridad la experiencia que se promueve. Para integrarse de manera natural y evitar ruidos ajenos se interviene con ingredientes del paisaje que ya existen, para crear “lugares delsilencio” de donde brote la mirada centrífuga que despliegue los sentidos alrededor.
El recorrido a través de las marismas propone una versión regenerada del paisaje, que aspira a ser una verdadera conquista social. Para que esta actitud se incorpore a la cultura ciudadana se siembra el recorrido de señales capaces de predisponer una actitud fértil al paseante contemplativo: Bancos con paneles de información cuya forma es poco más que un pliegue del terreno, alineaciones de estacas de madera hincadas que ayudan a identificar los elementos singulares del territorio y que permiten orientarse, ruinas consolidadas de fortines o de salineras que señalan la memoria que allí habita, y pasarelas de formas puras con presencia discreta, cuya estructura se reduce a la estrictamente necesaria, a la sinceridad imprescindible. Todo se alía para salvaguardar el derecho de las personas a comprender el lugar en que habitan.
Esta experiencia sirve de contrapunto para devolver la naturaleza que la ciudad ha separado del ciudadano: Volver a sentir el paso y el peso de las estaciones, recuperar el silencio y la soledad, enfrentarse cara a cara con el horizonte, disfrutar del sabor ancestral de la intemperie, sentirse desvalidos al caer la noche y ansiar el regreso… Salir de lo urbano para volver a lo urbano a través de lo natural, y recuperar el entorno existencial que ayude a cualquier ciudadano a desarrollar todo lo que pudiera llegar a ser y sentir. El fértil mosaico de vivencias que surgen cuando naturaleza y ciudad están enhebradas en un mismo camino.
Domingo de la Lastra Valdor
Arquitecto y pintor